Michel André

Director del LAB. Universidad Politécnica de Cataluña

No podemos escucharlo con facilidad, por eso el mar, más concretamente las profundidades marinas, se nos antojan un mundo silencioso. Pero nada más lejos de la realidad. Hace mucho tiempo que los océanos se parecen -por el nivel de ruido- al plató de Sálvame. No se trata, claro, de que los moluscos y los peces hayan adoptado esa estúpida costumbre televisiva de parlotear (insustancialmente) sobre las anécdotas (insustanciales) de la vida de famosillos (por supuesto insustanciales). Lo que ocurre es que la actividad humana ha llenado de contaminación sonora los ecosistemas marinos. Una contaminación que amenaza la vida de muchas especies y puede acabar con la biodiversidad para siempre. El problema no es nuevo: en 1991 un grupo de científicos colocaron altavoces submarinos en una remota isla del Índico para comprobar el alcance de los sonidos producidos por el hombre. La señal de baja frecuencia, emitida de forma regular durante dos meses, alcanzó más de 16.000 kilómetros. Es decir, podía oírse prácticamente en todo el planeta.

La buena noticia, como se encarga de recordar Michel André, director del laboratorio de investigaciones bioacústicas de la universidad Politécnica de Barcelona, es que, a diferencia de lo que ocurre con otros elementos contaminantes, cuando el sonido cesa, se acaba la contaminación. Afortunadamente cada vez hay más científicos como André y también organizaciones dispuestas a luchar contra los ruidosos. El año pasado, por ejemplo, la Marina de Estados Unidos fue obligada a dejar de utilizar un potente sónar que equipaban sus submarinos después de un largo litigio que ha durado una década. La sentencia, que respondía a una demanda realizada por la NRDC (Natural Resources Defense Council), aseguraba que el uso del sónar afectaba a la vida de los mamíferos marinos, poniendo en peligro sus ciclos de reproducción, sus costumbres sociales y la búsqueda de alimentos. Pero curiosamente, aclara André, no son estas especies las más perjudicadas: “Pensábamos los científicos que nos dedicamos a este estudio que las especies candidatas a sufrir más esta contaminación acústica eran las que utilizan de forma activa las informaciones vinculadas con el sonido, como son los cetáceos, las ballenas, los delfines. Pero después de 20 años de investigar este efecto en cetáceos hemos descubierto que hay otras especies mucho más numerosas que no tienen oídos, no tienen sistema auditivo, sino que tienen células sensoriales que les permiten mantener el equilibro en la columna de agua. Y toda esa familia son los invertebrados; por tanto los animales que sufren de estas heridas no pueden alimentarse, no pueden reproducirse y mueren al cabo de algunos días”.

Desde hace dos décadas, el equipo de André investiga la contaminación sonora provocada por la actividad humana en los océanos. Sus causas son diversas: el ruido provocado por los motores de embarcaciones, las plataformas petrolíferas, las explotaciones eólicas o la construcciones de puertos se propaga a través del agua y destruye el medio ambiente en el que viven las especies marinas. El objetivo de los investigadores es encontrar soluciones que permitan mantener la actividad económica, pero que sean respetuosas con la biodiversidad.  Su laboratorio trabaja en un proyecto que ha instalado sensores inteligentes en varios puntos de distintos océanos para medir el nivel de contaminación acústica y entender cómo puede evitarse. Una misión que requiere escuchar atentamente para recuperar el silencio.