Italia es conocida por la pizza, por esa torre rara que tienen y por, bueno, por los italianos en general, pero ahora también será conocida por ser el país cuya justicia ha considerado correcto multar con 2.000 euros a una pareja de ancianos por apestar a fritanga. Personalmente debo decir que me siento especialmente ofendido por el hecho de que no haya sido un juez español el que dictase tal sentencia; joder, España es, fue y será siempre un país de frituras, donde se fríen desde las gambas y el pulpo hasta los sueños y los muertos.

Es un hecho que ciertas personas —una gran mayoría en la que no me incluyo— detestan de forma exagerada —y puede que no del todo justificada— ese característico olor a fritanga. Frases como “Diosssss, vámonos de aquí que apesta a fritanga” o “tíos, ¿sabéis que apestáis a fritanga?” son el pan de cada día en nuestra sociedad; una especie de rechazo brutal a lo que conforma nuestra propia cultura. España es frito, España huele a frito, España respeta el olor a frito. O eso debería. ¿Debería?

Lluís Gallardo, abogado experto en temas de contaminación acústica y olfativa y miembro fundador de la asociación Juristas contra el ruido, afirma que el olor a fritanga puede llegar a ser tóxico, dependiendo de la concentración, porque, al fin y al cabo, es aceite quemado. El problema es que “a nivel estatal español actualmente no existe una regulación sobre los olores, cada comunidad puede aplicar su propia ley —en Cataluña, por ejemplo, no hay ninguna ley ni decreto— y luego puede mirarse si las ordenanzas municipales regulan estas emisiones y, en los casos en los que me he encontrado, los municipios solo ponían limitaciones a las emisiones de olor si se aplicaban a las industrias”. A falta de una legislación estatal, Lluís ha tenido que recurrir a la normativa europea que regula esta materia por vía de los derechos fundamentales.

Por lo que parece, este aceite atmosférico sí que tiene motivos para ser odiado y, de hecho, existen profesionales que se encargan de dilucidar si estas emisiones superan  ciertos límites y si pueden ser, más que una molestia, algo perjudicial para la salud. “Los panelistas —que son como los sommeliers

pero del olor, para entendernos— se dedican a hacer análisis olfatométricos para detectar el tipo y el rango de olor. Hacen la captación de un metro cúbico de atmósfera y, en un laboratorio, se analiza el tanto por ciento de micras por metro cúbico”, afirma Gallardo. En el caso de estas auditorías olfativas, la normativa europea dice que la percepción de ese olor no puede superar el tres por ciento del tiempo anual —que es el límite que se puede considerar una molestia— y no puede superar las siete micras por metro cúbico de atmósfera.

El problema del olor, a diferencia del ruido, es que no tiene horarios y SIEMPRE está ahí. Al ser un componente organoléptico, se queda pegado a la ropa y en tejidos humanos o vegetales, por eso la gente que fuma desprende ese olor, porque ese tipo de residuo lo llevan enganchado en la piel y en el alma.

Lo que yo pensaba que era víctima de una especie de racismo olfativo —pobre gente que se dedica a freír, no quieren hacer daño a nadie— puede llegar a ser un problema de convivencia e incluso un problema real de salud, así que cuando la gente dice que tal calle “huele a fritanguita” y lo odian con extrema fuerza, puede que no estén del todo equivocados. La falta de una ley clara en España denota esta relación de amor entre nuestra nación y lo frito pero, pese a que en casa no se ampare a las víctimas de la fritanga, estos ya tienen un buen aliado en la bella Europa y ahora también en Italia.