La editorial Galaxia Gutenberg acaba de reeditar su tercera novela, «El estupor y la maravilla», una suerte de imaginadas memorias sobre el «milagro de lo banal»

Pablo D’Ors (Madrid, 1963) vive «en un estado de permanente asombro y fascinación». Lo dice «sin ánimo de resultar presuntuoso», en el transcurso de la conversación que mantenemos a propósito de «El estupor y la maravilla», la que fuera su tercera novela, que Galaxia Gutenberg acaba de recuperar. En realidad, la editorial que dirige Joan Tarrida está inmersa en la reedición de la obra completa del sacerdote («todo un privilegio para un autor, soy muy consciente de ello»), que en el año 2000 debutó como novelista y, tiempo después, logró algo insólito: convertir en best seller un ensayo sobre la meditación (su «Biografía del silencio» es ya un clásico en toda biblioteca que se precie). En una suerte de imaginadas memorias, D’Ors utiliza a Alois Vogel, vigilante en el Museo de los Expresionistas de la ciudad alemana de Coblenza y protagonista del libro que hoy nos ocupa, para reflexionar, con una libertad que asombra, porque resulta extraordinaria, sobre la virtud de lo pequeño, lo diminuto, en esta vida nuestra, milagrosa y única.

¿Qué le ha llevado a recuperar esta novela?

Galaxia Gutenberg está reeditando mi obra completa. Revisitar mis libros, años y hasta décadas después de haberlos escrito, me ha hecho comprender mejor mi propia trayectoria literaria, de ahí que haya decidido agruparlos en trilogías: la del fracaso, la de la ilusión, la del silencio y, finalmente, la del entusiasmo. Podría decirlo en términos místicos: conversión, purificación, iluminación y unificación… Ése ha sido, está siendo, mi itinerario.

¿Recuerda qué impulso hizo que la escribiera?

Como la anterior, «Andanzas del impresor Zollinger», esta novela está escrita en un estado de felicidad. Me parece que se nota. En «Andanzas» había escrito la historia de un nómada, de un peregrino; aquí es la historia de un sedentario, algo parecido a un monje.

¿Cómo se reencuentra uno con un libro más de diez años después de escribirlo? ¿Qué ha sentido al volver a leerse?

En la revisión de mis textos me han embargado dos sentimientos. Uno, lo confieso: ahora escribo mejor que antes, con mayor plasticidad, simplicidad y claridad, con estructuras mejor trabadas y con un horizonte más diáfano, si bien, probablemente, con menor frescura y desenfado. Y dos: todos los temas que me obsesionan (la relación discípulo-maestro; el valor de lo cotidiano y lo pequeño; la obra bien hecha; el poder de la atención; la cultura como culto…) estaban ya desde el principio. Para mí, es curiosísimo que todo lo que más tarde escribiría en «Biografía del silencio» o en «El olvido de sí», pero también en «El amigo del desierto», o en «Sendino se muere» estuviera ya enunciado aquí. Esta constatación me hace pensar que, habiéndose movido todo tanto, a fin de cuentas siempre he sido fiel a mi impulso originario.

Déjeme decirle que el personaje de Alois Vogel, su discurrir en estas insólitas memorias, me ha producido, rememorando el título del libro, estupor, me he sentido maravillada con él. ¿Qué tiene usted de él? ¿Y él de usted?

Alois Vogel es un personaje netamente centroeuropeo. Es un tipo extravagante, que hace cosas estrafalarias en las que, curiosamente, muchos se sienten -nos sentimos- identificados. Acaso porque todos seamos bastante más raros de lo que estamos dispuestos a confesar. O acaso porque la rareza y la extravagancia sea, a fin de cuentas, un estado bastante universal. Vogel reflexiona de forma inédita y con una envidiable libertad; expresa lo que aprendí de mi maestro Elmar Salmann con tanta asertividad como ligereza. Es un artista de lo pequeño, un buscador de una felicidad doméstica y privada. Vogel pone a las claras que la novela en la que yo creo, y a la que he dedicado buena parte de mi vida, es épica del individuo y sabiduría de la incertidumbre.

Pues esta novela destila un gran amor hacia el arte. Si tuviera que elegir entre este y la literatura, ¿con cuál se quedaría? ¿Cómo reparte sus devociones entre estas dos estancias de su creatividad, de su ingenio?

La literatura, siempre la literatura. Pero sólo con palabras que nazcan de las imágenes y que conduzcan a ellas, puesto que el alma está hecha de imágenes, y a ellas deben apuntar siempre las palabras, so pena de quedarse en meramente especulativas o teóricas (esas que sólo alimentan la cabeza, pero no el corazón). Me interesa el pensamiento figurativo, no el abstracto. Por eso soy narrador, no ensayista.

¿Y qué poder tiene el arte en la actual sociedad? ¿Cuál debería, de hecho, tener?

No es exagerado afirmar que toda mi narrativa, también los últimos títulos, si bien de forma más indirecta, es una reflexión, desde la ficción, sobre el hecho cultural. En «El estupor y la maravilla», una novela trufada de reflexiones sobre la realidad estética y sobre el quehacer artístico, esto resulta clarísimo. En ella digo que el arte cumple una función claramente espiritual, y que ha suplantado en buena medida, es obvio, el espacio que cubría la religión. Claro que hoy el arte, como todo en realidad, se cuestiona su identidad y, por ello, se ha vuelto esencialmente egocéntrico y autorreferencial. El artista, el escritor muy particularmente, debe ser un notario de lo real, pero no sólo. No se trata únicamente de poner un espejo ante el individuo y la sociedad, que es lo que hace el arte y la literatura actuales, sino de mostrar cómo ese espejo, si se mira bien, se transforma en una ventana. Que detrás hay mucho más de lo que imaginamos y, ciertamente, mucho más hermoso y necesario.

Se lo pregunto porque una tiene la sensación de que, quizás, el arte esté rodeado, a veces, de una cierta frivolidad… Hay quien va a los museos, a las exposiciones, para decir que ha ido o para que simplemente le vean, para ser visto, más que para ver. ¿Cómo se combate esa frivolidad, camuflada de supuesto amor por el arte?

Lo peor que puede suceder con una novela es que sea pesada. Yo procuro escribir libros ligeros, pero no frívolos, profundos, pero no graves. El arte contemporáneo suele moverse entre dos extremos: lo pretencioso y lo banal. La única vacuna que yo conozco frente a esto es la humildad del artesano: el amor al oficio, la honestidad y tenacidad en la búsqueda, la entrega desinteresada… Pero es que para mí la escritura es un ejercicio espiritual.

¿Y qué me dice del papel del artista? ¿Sigue siendo relevante en nuestra sociedad?

Todos admiramos a los grandes artistas y, al tiempo, casi nadie quiere que su hijo sea actor o poeta, prefiriendo, con mucho, que sea ingeniero, economista o abogado del Estado. El artista es el llamado a recordar el papel de lo gratuito en una sociedad eminentemente utilitarista. El artista debe hablar de lo invisible en un mundo pragmático. Su misión es la de rescatar la poesía que se esconde en lo prosaico. Nada de todo esto es, desde luego, urgente, pero sí esencial.

El mundo de Vogel se reduce, aparentemente, a las cuatro paredes del museo. Y digo aparentemente porque, en realidad, sus vivencias son tan ricas como las de cualquier ciudadano viajado. ¿Cómo se puede trascender la experiencia cotidiana hasta convertirla en extraordinaria, que al fin y al cabo es lo que hace él?

Ésta es la gran pregunta de esta entrevista, en mi opinión. En Occidente hemos construido una civilización de la extraversión: siempre estamos fuera, somos incapaces de interioridad; hemos olvidado estar dentro de nosotros mismos, si es que alguna vez lo hemos aprendido. Nuestra desenfrenada búsqueda de estímulos externos revela la pobreza de nuestra consistencia personal: procuramos entre-tenernos porque no sabemos intra-tenernos. Sin embargo, sólo en lo cotidiano, lo de todos los días, y entre todo ello lo más diminuto y de apariencia más insignificante, podremos vislumbrar algo de lo que anhelamos. Todo es interesante si lo miras bien y durante el suficiente tiempo. Nuestro problema es, sencillamente, que no sabemos mirar, que no sostenemos la mirada, que saltamos de una cosa a otra sin permitir que el milagro de la vida se nos haga visible.

Corríjame si me equivoco, pero el protagonista parece marcado, de manera irremediable, por la ausencia de su madre, fallecida muchos años antes. ¿Es la orfandad un estado que no se abandona nunca, que nos acompaña hasta la muerte?

La orfandad es el tema del existencialismo filosófico y del expresionismo alemán, que es, en mi opinión, la perfecta imaginería de la literatura centroeuropea. Pero ¿qué es la literatura centroeuropea y por qué me gusta tanto, hasta el punto de haberla dedicado miles de horas de lectura? ¿Cuál es la aportación de Broch, Musil, Kafka, Kundera, Roth o Zweig, marcados todos ellos por la ausencia de la madre? Yo lo tengo clarísimo: la explosiva combinación entre lo grotesco y lo sublime o entre lo trascendente y lo ridículo. Los escritores centroeuropeos son todo menos psicológicos, históricos, folclóricos, sociales… Son, por contrapartida, visionarios, absurdos, fenomenológicos, intelectuales… Este tipo de narrativa me fascina y es mi respuesta, modesta pero confío que expresiva, al problema de la soledad.

El padre de Vogel vivió sus últimos años sumido en un mutismo que él parece haber heredado. ¿Es el silencio nuestro mejor refugio, frente al ruido ensordecedor de esta sociedad?

El silencio es el nombre secular de Dios. El silencio es la necesidad primordial de nuestros contemporáneos, mejor aún, el silenciamiento, el vaciamiento del parloteo mental. Y ello porque el ruido es hoy el principal terrorismo.

Ahora que hablamos de refugio, para mí los libros son mis mejores compañeros en esa buscada soledad. Con ellos comparto ese silencio que sólo permite la literatura. ¿Qué papel representa, en su vida, la escritura? ¿Y la lectura? ¿Dónde encuentra usted ese refugio?

La escritura es para mí la otra cara, necesaria, de la lectura. Siempre he sostenido que los libros nacen de los libros, no de la vida. Mi vocación y mi oficio es la palabra, hablada y escrita, pero la palabra es la otra cara del silencio, con lo que quiero decir que no entiendo la poética sin la mística. Los libros me han acompañado mucho, ahora empiezan a pesarme. Leo mucho, claro, cada día, pero infinitamente menos que antes. Por deber profesional y por devoción personal, ahora dedico el mismo tiempo a leer que a meditar, a llenarme de palabras que a vaciarme de ellas. Debe ser así para que no peligre nuestra salud psíquica.

Hablamos de soledad y pienso que no es lo mismo estar solo que sentirse solo. ¿No tiene la sensación de que vivimos en una sociedad que castiga al que decide estar solo, pero también al que se siente solo? La soledad no casa con el consumo…

Soledad casa bien con sobriedad, con austeridad, con esencialidad. Nada grande hay en el ser humano que no haya nacido de la soledad. Pero soledad no es aislamiento, lo que puede producirse en medio de la muchedumbre. Soledad y comunión son las dos caras de la misma moneda. Si no sabemos estar solos, no sabremos, ciertamente, estar con los demás. Quienes más han contribuido a la construcción social han sido, seguramente, grandes solitarios.

¿Se puede ser un solitario, como Vogel, pero amar de manera incondicional? ¿Cómo se conjuga la soledad con el amor?

Como casi todos los escritores del mundo, hasta que Vogel y Zollinger, otro de mis personajes, irrumpieron en mi imaginario, yo había escrito desde ese injustificado dramatismo que del romanticismo en adelante caracteriza a los escritores de ficción, quienes estúpidamente nos hemos creído siempre las personas más listas e incomprendidas del planeta. Pues bien, con mi tercera novela empecé a liberarme de este estúpido lastre: de pronto dejaba de mirarme a mí, con ese vicio de la queja lastimera, y, sencillamente, miraba a mi personaje. Me había desdoblado con elegancia, como si fuera el escritor maduro que aún no era. Zollinger y Vogel, como más tarde algunos otros de los protagonistas de mis libros, son claramente personajes marginales. Ahora bien, la suya no es una marginalidad maldita, como lo de la mayor parte de los protagonistas novelescos, sino una marginalidad ligera y feliz. En contra de lo que pensaba Flaubert, con buenos sentimientos (el amor, la atención, la soledad fecunda…) sí puede escribirse una literatura decente. Todo un descubrimiento.

Una cosa que envidio de Vogel es su vida imaginada, la que es capaz de ver, pese a la supuesta ausencia de experiencias vitales. ¿Tiene la imaginación espacio en nuestra sociedad, le damos la importancia que tiene? ¿Cuál sería su vida imaginada, la que traslada a sus libros, quizás?

Escribir es memoria más imaginación. Al escribir, hemos de recordar lo que hemos visto, oído, leído, experimentado… y recrearlo imaginariamente. No hay prosa literaria sin fantasía. Nuestra biografía no es el resultado de una serie de hechos crudos y desnudos, sino de una elaboración. Mi vida real, digámoslo así, es tan histórica como novelesca, tan fáctica como imaginada. Una novela, al menos las mías, es una exploración en el territorio de la identidad desde un ego imaginario. De modo que sí: creo que la mejor forma de conocerme es leerme.

Menciono la imaginación, pero qué decir del aburrimiento… Hay una reflexión de Vogel, casi al final del libro, que me encanta: «A decir verdad, no creo que pueda vivirse con intensidad sin la experiencia del aburrimiento». ¿Qué aporta, a nuestra experiencia vital, el aburrimiento? Se lo pregunto porque me da la sensación de que, mientras mi generación teníamos el «me aburro» permanentemente en la boca, los niños de ahora ya ni siquiera tienen tiempo para eso, no saben lo que es aburrirse.

El aburrimiento es el reverso de la iluminación. Al aburrirnos, el tiempo se hace denso: somos conscientes de su peso. Al iluminarnos, el tiempo desaparece: descubrimos la maravillosa ligereza del ser, que no es tozudo ni insoportable, sino discreto y elegante. Por mi parte, creo que los extremos se tocan, de modo que, para iluminarse, es preciso aburrirse. Meditar es entrar en el tiempo y darse cuenta de que su secreto es la eternidad, al igual que el secreto del cuerpo es el alma y el del silencio, la palabra.

En otro momento, Vogel hace referencia a ese «milagro de lo banal». Como él, yo también considero que lo extraordinario reside en la más absoluta cotidianidad. El problema es que muy pocas veces nos damos cuenta del milagro que supone estar vivo y, por tanto, no disfrutamos de esa cotidianeidad. ¿Qué podemos hacer para valorar el instante, sin buscar mayor extravagancia, para darnos cuenta de que lo pequeño, lo insignificante, es lo esencial?

No conozco mejor escuela de entrenamiento a la realidad que la meditación. Esta práctica espiritual pretende el cultivo de la atención, es decir, la capacidad de focalizarnos en un solo punto. Estar atentos, como decía mi admirada Simone Weil, es tanto como amar: amar y estar atento es exactamente lo mismo. El instante no puede convertirse en instancia si no lo atendemos. Lo extraordinario es que la atención puede aprenderse y que, en la medida en que lo hacemos, nuestra vieja personalidad se resquebraja y nace una nueva y mejor. El milagro es permanente, pero nosotros sólo lo percibimos a veces.

Para terminar, no me resisto a preguntarle: ¿qué le produce a usted, en estos días, estupor? ¿Y qué hace que se sienta maravillado?

Sin ánimo de resultar presuntuoso, debo decir que vivo en un estado de permanente asombro y fascinación. Me gusta mucho vivir, pero no creo tener miedo a morir. Cuando voy al campo, por ejemplo, toda la naturaleza resplandece ante mis ojos. Cuando me cruzo con mis semejantes, casi siempre me parecen interesantes y agradables, y constato una y otra vez que se comportan amablemente conmigo. Cuando leo un libro, en fin, antes o después asisto a una revelación: como si la palabra se abriese y me mostrara lo que no había sabido ver hasta entonces. De todo esto sólo puedo concluir que soy un privilegiado. Sin negar el horror ni la estupidez, que ciertamente están ahí, el mundo me parece el increíble escenario del esplendor de la belleza y de la alegría que sólo da la bondad. Hay oscuridad, por supuesto, y yo también la padezco en ocasiones. Pero la luz es infinitamente más poderosa y duradera. Lo que sobre todo hay es luz. Todo lo demás es insustancial y efímero.

Fuente: abc.es